A propósito del conflicto armado y la política de seguridad democrática
La alquimia de la seguridad democrática
Por: Eduardo Nieto.
La celebración oficial del Bicentenario de la Independencia vino a coincidir con la transición de un gobierno a otro. Para el Presidente que sale, Colombia estaría celebrando al mismo tiempo su segunda independencia, con lo cual hace alusión a los logros obtenidos por su Gobierno frente a las organizaciones guerrilleras, a las que considera derrotadas militarmente tras ocho años de ejecución de la política de Seguridad Democrática. Para el Presidente que entra, Colombia estaría obligada a darle continuidad a dicha política, a fin de alcanzar lo que él mismo ha llamado la Prosperidad Democrática. Por encima de la euforia oficial y más allá de las celebraciones, la verdad es que el nuevo Gobierno tendrá que vérselas con la herencia que deja la aplicación de esta política bifronte de guerra a las guerrillas y mano tendida a los paramilitares. Una herencia que en lo interno cobra expresiones en una crisis humanitaria de grandes dimensiones y serios quebrantos del orden republicano dispuesto por la Constitución del 91, mientras que en el plano externo se manifiesta en una situación cada vez mayor de aislamiento regional y frustración de los negocias en los mercados internacionales.
Que la celebración del Bicentenario de la Independencia sea entonces la oportunidad para abrir el debate sobre los resultados que arroja la aplicación de la política de seguridad democrática y los retos que la misma le impone al Gobierno de Juan Manuel Santos.
La a varita mágica de la seguridad democrática
Tras su elección como Presidente de la República, Alvaro Uribe logró convencer al conjunto de las élites empresariales del país, a casi todos los partidos y movimientos políticos, a las iglesias y a los medios de comunicación, de la necesidad de buscarle una solución autoritaria y derechista al conflicto armado que ha vivido Colombia por más de cincuenta años, restableciendo de manera inmediata el dominio político como garantía de la existencia y conservación del sistema social en su conjunto. La situación política de entonces, marcada por la crisis en que habían caído las negociaciones de paz del Gobierno Pastrana con las Farc, así como la misma incapacidad institucional del Estado para hacerle frente a la ofensiva militar de las guerrillas y el clamor generalizado de la sociedad por la seguridad, favoreció ampliamente el apoyo masivo de la ciudadanía al proyecto gubernamental. Igual efecto obraría el cambio del contexto internacional, cuando el gobierno de los EEUU y sus aliados le impusieron al mundo entero la estrategia de guerra antiterrorista luego de los hechos ocurridos el 11 de septiembre de 2001 en ese país.
Sin embargo, la razón fundamental para que tal opción lograra el consenso de los diferentes sectores del capital debe buscarse en la necesidad sentida por éstos de establecer un clima social y político favorable y seguro para la inversión nacional y extranjera, puntal decisivo para que colombiana pueda avanzar en su encuadramiento con las exigencias y requerimientos de la globalización neoliberal. Para entonces, ciertamente, el nuevo modelo de acumulación consensuado por las élites diez años antes y vehiculado institucionalmente por el Gobierno de César Gaviria con su Programa de Apertura Económica comenzaba a tener serias dificultades de articulación con los circuitos del capital internacional. En el sentir de los empresarios, tales dificultades hacían referencia principalmente a factores de perturbación extra económica de los negocios, relacionados principalmente con una situación crónica de inseguridad ciudadana que se combinaba con altos niveles de conflictividad social, situación esta que aparecía asociada tanto a la presencia guerrillera en casi todo el territorio nacional, como a la existencia de importantes reductos sindicales con capacidad de resistencia en sectores claves de la economía. Remover y eliminar tales factores de perturbación vendría a ser entonces una necesidad inaplazable para el capital, toda vez que en el horizonte se vislumbraba ya la posibilidad de la negociación de tratados de libre comercio con los Estados Unidos y la Unión Europea, a la manera del NAFTA celebrado por EEUU, Méjico y Canadá comenzando la década de los noventa, y como opción alternativa del capital transnacional luego del fracaso del ALCA impulsado por los gobiernos norteamericanos.
Frente a los requerimientos estructurales del capital, el Estado burgués -cualquiera sea su forma- dispone siempre de políticas e instrumentos tendientes a generar y garantizar las condiciones de su existencia y reproducción. Es la lógica que gobierna la relación entre el sistema económico y el dominio político en el régimen de producción capitalista. En este sentido, la política de seguridad democrática debe ser entendida como el instrumento dispuesto desde poder político para asegurar y garantizar no sólo las condiciones estructurales de existencia y reproducción del sistema económico en general, sino también y de manera específica las requeridas actualmente por el modelo de acumulación neoliberal para su permanencia y consolidación, eliminando o neutralizando aquellos factores que obstaculizan la libre acumulación. La opción dispuesta por el Gobierno de Uribe frente a este requerimiento específico del capital constituyó una solución autoritaria y de extrema derecha.
En el imaginario alquimista de un gobernante como Alvaro Uribe, la política de seguridad democrática, pensada a la manera de la piedra filosofal que transmutaba los metales en oro, estaba llamada a generar por arte de magia la confianza de los inversionistas y a producir la cohesión del conjunto de la sociedad colombiana, un estribillo que el Presidente saliente repitió hasta el último día de su Gobierno.
Como salida autoritaria y de extrema derecha al conflicto interno del país, la política de seguridad democrática articularía desde el comienzo una estrategia inspirada en el propósito de lograr en el corto plazo una derrota militar contundente de las guerrillas, combinando para ello la persecución militar sostenida a los alzados en armas y el hostigamiento permanente a sectores de la sociedad civil calificados por el Gobierno como aliados y voceros de aquellos, a quienes sindicaría de terroristas, valiéndose para esto de una red de informantes al servicio de las autoridades y de un jugoso programa de pago de recompensas a los mismos. Acudiendo a un discurso simplificador y maniqueo, el Gobierno llegó incluso al extremo de estimar que lo que se vive en Colombia es una agresión terrorista que nada tiene que ver con un conflicto armado interno de raíces socioeconómicas y políticas.
Por sus alcances y contenidos, esta estrategia vendría a significar, por un tiempo, la clausura del ciclo de las soluciones negociadas y del reformismo socioeconómico y político como opción para buscar la paz con los alzados en armas. Este ciclo, que se iniciara con el Gobierno de Belisario Betancur (1982-1986), logró prolongarse hasta la administración de Andrés Pastrana (1998-2002). No obstante los obstáculos y dificultades provenientes tanto del establecimiento como de las mismas organizaciones guerrilleras, todos los gobiernos que se sucedieron durante ese período ensayaron, con variantes y énfasis diferentes, la opción del diálogo y la negociación política con las organizaciones guerrilleras.
La premisa fundamental de tal opción fue el reconocimiento que Betancur hiciera en su momento de que en la base del conflicto armado colombiano existían causas objetivas, relacionadas éstas con la presencia de situaciones estructurales de pobreza, miseria y exclusión política. Como consecuencia de este reconocimiento el Estado debía escuchar y negociar las demandas de los alzados en armas, así como de las comunidades respecto de las cuales las organizaciones guerrilleras se consideraban voceras, con el fin de concertar programas de reformas de todo orden conducentes a remover las causas que han dado origen al alzamiento armado, creándose así las condiciones que habrían de garantizar la desmovilización de las organizaciones guerrilleras y su reinserción a las formas institucionalizadas de la vida social y política del país.
El ciclo de las soluciones políticas negociadas del conflicto armado interno vino a coincidir con la ejecución de las medidas de ajuste económico y social impuestas por el Fondo Monetario Internacional, como parte de la estrategia de encuadramiento del país con los dictados y requerimientos de la globalización neoliberal. Como se sabe, la ejecución de tales medidas ha significado el desmonte de las instituciones más importantes del Estado de bienestar y de conquistas sociales y laborales a favor de los asalariados, así como la puesta en obra de un agresivo plan de austeridad en el gasto público y social. El compromiso asumido por los sectores hegemónicos del establecimiento con el capital internacional y sus agencias (FMI, BM, BID, etc.), constituyó, de esta forma, uno de los mayores obstáculos para que la solución política negociada y el reformismo social y económico se hicieran viables como opción para buscar la paz con los alzados en armas. El otro obstáculo ha estado constituido, sin lugar a dudas, por la reticencia de los alzados en armas, particularmente de las Farc y el ELN, de replantearse a fondo el viejo proyecto político de llegar al poder por la vía armada.
La opción de Alvaro Uribe con su política de seguridad democrática, en cambio, se basa en la premisa según la cual el conflicto armado se explica principalmente por razones subjetivas, producto de que determinados actores políticos hayan entrado en abierta rebeldía con el Estado tras haber elegido la vía armada para acceder al poder. Frente a ello, la respuesta del Estado no podrá ser otra que combatirlos militarmente, comprometiendo en tal empeño al conjunto de las instituciones estatales y de la sociedad civil, haciendo uso de todo el poder coercitivo del Estado. Tal estrategia no descarta, sin embargo, la posibilidad de que el Gobierno se disponga a negociar y facilitar la reincorporación de los alzados en armas al sistema político institucionalizado, siempre que ello no implique para el Estado y la sociedad una contraprestación en términos de grandes reformas socio-económicas y políticas o negociaciones muy dilatadas.
Concebida de esta manera, la política de seguridad democrática responde a la idea de que el restablecimiento de las condiciones estructurales de existencia y reproducción socio-económica del sistema, no conlleve alteraciones fundamentales del patrón neoliberal de acumulación; en otras palabras, se trata de una opción que busca evitarle al establecimiento que por la puerta trasera de la solución política negociada del conflicto armado se introduzca e institucionalice un reformismo socio-económico de cuño neo-keynesiano con capacidad de poner en entredicho el modelo neoliberal consensuado entre los sectores hegemónicos del establecimiento.
Ahora bien, la gran paradoja de la política de seguridad democrática es que, al lado de la estrategia de guerra contra las guerrillas, articularía una estrategia de desmovilización e incorporación a las formas institucionalizadas de la vida social y política de los miembros de las organizaciones de autodefensa y paramilitares; estrategia esta cuyos pormenores fueron negociados y acordados entre el Gobierno y los voceros de las autodefensas en Santafé Ralito. El instrumento central de tal estrategia lo constituyó la Ley de Justicia y Paz, aprobada por el Congreso de República por iniciativa del Ejecutivo.
La norma contempla la ejecución de un programa intrascendente y de poco vuelo encaminado a reparar a los familiares de las víctimas de la guerra, ya que su cometido fundamental es el encubrimiento de una enorme operación de impunidad de los crímenes de guerra y delitos de lesa humanidad cometidos por los paramilitares, al tiempo que propicia la legitimación social y política del poder económico adquirido ilegalmente por éstos y otras mafias ligadas a economías ilícitas y gangsteriles. Con la mencionada ley, el Gobierno no sólo pretendió que los paramilitares se incorporaran a la vida legal amparados en la calidad de delincuentes políticos en su presunta condición de sediciosos, situación ésta que oportunamente la Corte Constitucional declaró inaceptable, sino que además consagró condenas irrisorias para aquellos que confesaran sus delitos ante los tribunales instituidos para procesarlos. Aparte de lo anterior, los desmovilizados libres de responsabilidad penal serían vinculados al sistema de seguridad social en salud y gozarían de los beneficios de diferentes programas dispuestos por el Gobierno con el fin de articularlos como micro-empresarios o asalariados de empresas prestadoras de servicios. Incluso, un buen número de guerrilleros desmovilizados, producto de la ofensiva militar del Gobierno sobre sus organizaciones, terminó acogiéndose a lo dispuesto por la Ley de Justicia y Paz.
El fracaso de los acuerdos de Santafé Ralito está medido por el regreso de buena parte de los desmovilizados a las estructuras paramilitares, particularmente de aquellas que mantuvieron su accionar ligadas a la economía del tráfico de drogas, cobrando expresión en el resurgimiento de bandas criminales que se disputan el control de zonas estratégicas del territorio nacional y las barriadas populares de ciudades importantes como Bogotá, Medellín, Cali, Cartagena y Montería.
La transmutación de los metales
La coyuntura que vive Colombia en este momento, marcada por el tránsito de un gobierno a otro, ofrece una oportunidad cierta para que las organizaciones de la sociedad civil, así como los partidos y movimientos políticos, los medios de comunicación y las universidades emprendan un debate a fondo de lo que ha significado para el país la ejecución de la política de seguridad democrática durante los últimos ocho años. Tal debate es particularmente necesario si se tiene en cuenta que el Gobierno entrante ha hecho manifestaciones expresas de mantener y darle continuidad a dicha política, como quiera que el nuevo Presidente de la República, en su calidad de Ministro de Defensa del Gobierno saliente, fuera artífice de la misma.
De acuerdo con la lógica del proyecto de Uribe, la política de seguridad democrática estaba destinada a crear y proveer las condiciones internas de orden sociopolítico necesarias para que el modelo neoliberal impuesto por los sectores hegemónicos del capital pudiera consolidarse, atrayendo la inversión del capital extranjero y por esa vía lograr articularse a los circuitos más dinámicos del mercado mundial. Pero, algo parecido a lo ocurrido con los alquimistas de la edad media y sus experimentos había de pasarle al Presidente Uribe con su política de seguridad democrática. Mientras aquellos, buscando transmutar el plomo en oro, produjeron extrañas amalgamas que ni eran plomo ni eran oro, el gobernante colombiano, en su afanoso empeño por remover y eliminar los factores que perturbaban la libre acumulación y reproducción del capital, terminó creando un ambiente desfavorable para la llegada del capital internacional y el acceso a los mercados globalizados.
En efecto, en un intento por superar aquellos factores extra económicos que dificultaban la prosperidad del modelo neoliberal en Colombia, el Gobierno de Uribe instrumentalizó la política de seguridad democrática, una estrategia contrainsurgente que dio pie a que desde el Gobierno se llevaran a cabo indiscriminadamente acciones legales e ilícitas, institucionales y extra institucionales, no sólo contra las guerrillas sino también contra sectores de la población civil y organizaciones sociales, sindicales y campesinas. Afanado por obtener resultados en el corto plazo, incrementó en forma desproporcionada el gasto militar para poder responder a los planes de modernización de la Fuerza Pública, al aumento del personal uniformado y a las nuevas maneras de actuar en el teatro de las operaciones militares. En el fragor de la guerra, el Gobierno no reparó en la observancia y respeto del derecho internacional humanitario y de los derechos humanos, a pesar del clamor de las organizaciones no gubernamentales y la institucionalidad de la ONU, cuyos reclamos fueron respondidos con descalificaciones intimidatorias. Incluso las relaciones internacionales y diplomáticas con los gobiernos de los Estados de la región quedaron afectadas por el delirio guerrerista de la seguridad democrática. El Presidente Uribe actuaría como Mariscal de Campo hasta el final de su mandato, esperando la batalla definitiva en la que habría de derrotar hasta el último guerrillero.
Es cierto que por efectos de la ofensiva militar del Gobierno, las guerrillas han sido afectadas en forma contundente en su estructura y en su accionar, al tiempo que algunos sectores sociales han recuperado una relativa seguridad. Pero el costo que se ha tenido que pagar por ello es sumamente alto, y se traduce en la enorme crisis humanitaria que hoy vive Colombia, cuyas dimensiones pueden apreciarse por los índices del desplazamiento poblacional que ha dejado la guerra, la expropiación de tierras a labriegos y campesinos pobres, las ejecuciones extrajudiciales cometidas por miembros de la Fuerza Pública, la violación de los derechos humanos, el frecuente asesinato de sindicalistas y otros líderes sociales, las continuas detenciones arbitrarias de supuestos auxiliares de las guerrillas, los diversos ataques a la oposición de izquierda, etc. De esa misma estrategia guerrerista es consecuencia también el régimen bonapartista de derecha al que derivó progresivamente el Gobierno de Uribe, mismo que cobró expresiones en su fallida pretensión de hacerse reelegir por segunda vez consecutiva como Presidente de la República acudiendo a formas espurias de la democracia directa, así como en sus continuos ataques a la Rama Judicial y su malogrado intento de imponer un Estado policíaco valiéndose del poder que le daba el control de una institución como el DAS, todo lo cual ha redundado en una seria fractura de la arquitectura institucional y las garantías democráticas establecidas por el Constituyente del 91. En términos de soberanía, la guerra también le deja al país la afrenta que significa la presencia de siete bases militares norteamericanas en suelo colombiano.
Tras ocho años de ofensiva militar, el panorama que deja la guerra contra los alzados en armas tendría repercusiones políticas de diverso orden, siendo quizás la de mayor impacto estratégico las reticencias que tanto el Congreso de los Estados Unidos como de Canadá, así como el Parlamento de la Unión Europea, han mostrado en el momento de ratificar los Tratados de Libre Comercio negociados por el Gobierno de Colombia con los representantes de esas naciones. Como consecuencia de ello, los productos colombianos no acceden libremente al mercado de los Estados Unidos, que constituye el destino de casi el 60% del monto de las exportaciones anuales que hace Colombia; como tampoco han podido ingresar masivamente a los mercados europeo y canadiense, considerados como nuevos compradores de productos nacionales. En coincidencia con todo esto, Colombia ha vivido durante este período una crisis permanente de relaciones con Venezuela y Ecuador, como consecuencia igualmente del conflicto armado interno nuestro. Venezuela y Ecuador son socios comerciales de Colombia de vieja data, participando el primero de ellos con cerca del 40% de nuestras exportaciones. Hoy, el comercio de Colombia con estos países se halla prácticamente paralizado.
No significa lo anterior, sin embargo, que el capital extranjero haya dejado de llegar al país durante el período; pero, como lo reconocen los analistas, en parte lo ha hecho bajo su condición de capitales golondrinas, o simplemente con destino a los proyectos de explotación minera o de hidrocarburos, lo que no representa novedad alguna si se tiene en cuenta que tales capitales han estado presentes siempre en esos renglones de la economía nacional, independientemente de la situación política interna del país.
De cara a este panorama, podría decirse que la política de seguridad democrática terminó convertida en un bumerán para el propio Gobierno de Uribe y lo sectores del capital que lo apoyaron. El deterioro progresivo de la situación política interna del país por efectos de la guerra contra las guerrillas y la impunidad de los crímenes de guerra y delitos de lesa humanidad cometidos por los paramilitares, provocaron el desprestigio de la política de seguridad democrática y contribuyeron a agravar la crisis social provocada por la aplicación despiadada de las políticas económicas neoliberales. En este contexto, las reticencias de aquellas naciones a ratificar los Tratados de Libre Comercio negociados con Colombia, así como la ruptura de relaciones a las que debieron llegar los Gobiernos de Venezuela y Ecuador, no podrán leerse sino como castigo y sanciones a los excesos y abusos de un régimen que actuó bajo la convicción maquiavélica de que cualquier medio es válido cuando el Estado actúa en función de asegurar y garantizar las condiciones de existencia y reproducción del sistema económico. En el sentir de tales naciones, Colombia está lejos aún de haber saneado su situación política interna y creado las condiciones sociopolíticas favorables y seguras para la inversión y los negocios.
El Gobierno entrante enfrenta entonces el desafío de tener que volver a consensuar de nuevo las condiciones políticas y sociales internas que le permitan no sólo conservar el modelo neoliberal como patrón de acumulación y reproducción interna del capital, sino también lograr su pronta articulación con el capital y los mercados internacionales. Tras el relativo fracaso de Alvaro Uribe en la creación de las condiciones internas para que dicho modelo termine de afianzarse en forma definitiva, Santos se ha mostrado dispuesto a ensayar procedimientos, énfasis y estilos diferentes a los seguidos por su antecesor.
En función de ese propósito, el nuevo Presidente ha logrado conformar un Gobierno de Unidad Nacional, comprometiendo en ello al conjunto de las fuerzas políticas del país con la excepción del PDA. Su proyecto ha recibido el apoyo de los gremios empresariales, de las iglesias y los medios de comunicación. La vinculación como formula vicepresidencial de un ex sindicalista y ex dirigente de izquierda le ha permitido al nuevo Presidente de la República cooptar incluso el apoyo de una franja del sindicalismo y enviar un mensaje tranquilizador a los Gobiernos de Europa y Norteamérica que censuraron al Gobierno anterior por sus atropellos a la oposición y a las organizaciones sindicales.
J. M Santos ha anunciado además que su Gobierno será el de la Prosperidad Democrática, con lo cual ha querido poner de manifiesto no sólo el propósito de rescatar la credibilidad ciudadana en las instituciones centrales del Estado, sino también la necesidad que tiene el establecimiento de tender puentes e implementar políticas tendientes a reintegrar al sistema social a diferentes sectores de la sociedad que han sido marginados y excluidos por efectos de la guerra y la aplicación de las políticas económicas neoliberales de los últimos gobiernos. El propósito evidente es evitar que la crisis social de país pueda transitar a eventuales situaciones de conflictividad político social que pongan en riesgo el sistema o alteren el clima de los negocios. No de otra manera podría entenderse el pronunciamiento casi que clamoroso del Presidente Santos en el sentido de que su Gobierno será respetuoso tanto de la ley como de la Constitución, y que como consecuencia de ello asume el compromiso del respeto de los derechos humanos y la observancia del principio republicano de la separación e independencia de los poderes públicos; o su compromiso con los pobres, a quienes prometió solemnemente no defraudar durante su Gobierno, ofreciéndoles la creación de tres millones de empleo formal con salarios y prestaciones sociales dignas, así como la implementación de ambiciosos planes de vivienda, acceso a la salud para todas las familias y educación de calidad para los jóvenes. Respecto a los desplazados por la violencia, el Presidente ha delineado una política encaminada a lograr el retorno de estos campesinos a sus lugares de origen, restituyéndoles sus propiedades y facilitándoles crédito y asistencia técnica, acogiendo para ello una propuesta de campaña del candidato presidencial del Polo. El Gobierno dispondrá igualmente de una política indemnizatoria para los familiares de las víctimas del conflicto, incorporando en esta materia una iniciativa del liberalismo oficialista.
En este contexto, el anuncio más inquietante del Presidente entrante viene a ser su decisión de darle continuidad a la política de seguridad democrática en el sentido de mantener la ofensiva militar contra los alzados en armas, sin descartar la posibilidad de una negociación con los mismos, siempre y cuando éstos cumplan determinadas condiciones. En relación con esto, Santos enfrenta el reto de recuperar la confianza de los Gobiernos vecinos, así como de los Estados Unidos, Canadá y Europa, en el sentido de que la continuidad de la guerra contra los alzados en armas no conllevará irrespeto alguno de la soberanía de otras naciones, ni violación de los derechos humanos, ni persecución de los defensores de los mismos, como tampoco la estigmatización y victimización de la oposición de izquierda y de los sindicalistas.
Sin duda alguna, la brutal ofensiva militar del Gobierno de Uribe contra las guerrillas logró asestarle golpes certeros a los alzados en armas, especialmente a las Farc. Parte significativa de sus estructuras fue desmantelada por la acción combinada de las Fuerzas Armadas. Así mismo, varios de sus líderes históricos murieron en combate, otros por muerte natural. Los guerrilleros fueron desalojados de las goteras de varias capitales del país y otras ciudades importantes. El Ejército logró arrebatarles el control de corredores estratégicos en buena parte del territorio nacional. Sus frentes urbanos fueron igualmente controlados en su accionar. También sus redes de apoyo internacional quedaron considerablemente debilitadas. En suma, no podrá negarse que la política de seguridad democrática reportó mejoras relativas en materia de seguridad para algunos sectores de la sociedad y que la correlación de fuerzas militares hoy en Colombia le es altamente favorable a las fuerzas armadas del Estado en el ya largo conflicto con las guerrillas, situación ésta que deja al Gobierno entrante en situación ventajosa para proseguir la guerra contra éstas o para imponerle condiciones en un eventual escenario de negociaciones con las mismas.
Sin embargo, sería equivocado inferir de tal situación la proximidad de la derrota militar definitiva de los alzados en armas y la desaparición del fenómeno guerrillero en Colombia por efectos de la acción militar de las Fuerzas Armadas; sería tanto como desconocer no sólo el carácter irregular de estas organizaciones, así como de la guerra que adelantan contra el orden establecido, sino también la historia social y política del país, que durante los últimos sesenta años ha presenciado la forma como varias de estas organizaciones lograron recomponerse y expandirse militarmente tras haber sido diezmadas por efectos de la acción del Ejército Nacional. No es sino recordar que en 1964, el Presidente Guillermo León Valencia, en ejecución del Plan Laso, autorizó el bombardeo de los movimientos agrarios y de autodefensa campesina ubicados en las poblaciones de Riochiquito, El Pato, Natagaima, Coyaima y Purificación, considerados entonces por el discurso oficial como Repúblicas Independientes. Tal acción daría lugar a la celebración de la primera Conferencia del Bloque Sur del país y la transformación de esos movimientos en lo que hoy son las Farc. Tras una acción de cerco y aniquilamiento adelantada por el Ejército contra el ELN en Anorí (Antioquia) en 1976, esa organización guerrillera quedó prácticamente exterminada. Bastaron cuatro años para que, bajo el mando del Cura Manuel Pérez, esta agrupación volviera a recuperarse política y militarmente, extendiéndose por nuevas áreas del territorio nacional. De manera que el tema debe ser mirado sin triunfalismos, pero igualmente sin fatalismos históricos y apreciaciones cíclicas del fenómeno guerrillero.
La coyuntura que vive el país, de tránsito de un Gobierno a otro, hace que el tema de la guerra y la paz con los alzados en armas cobre de nuevo actualidad.
En el examen de una posible negociación con las guerrillas, será necesario reconocer la pertinencia del debate sobre dos variables del problema que aquí aparecen entrecruzadas. Una de estas variables es de carácter esencial y subjetivo, y tiene que ver con la intencionalidad política de los alzados en armas de acceder al poder por la vía de la acción armada y sobre la base de organizaciones guerrilleras, intencionalidad que ellos han convertido en propósito y estrategia político-militar. La otra es de carácter objetivo, y hace relación al entorno político y socioeconómico del país que sirve de pretexto para justificar el levantamiento armado como proyecto. Lo que algunos denominan como las causas objetivas del fenómeno guerrillero.
Respecto de la primera variable, el debate deberá centrarse en el punto de que mientras los alzados en armas no revalúen su proyecto político-militar, el conflicto armado será siempre un factor presente y decisivo de la vida política nacional. Y el punto está referido específicamente a la vigencia o no de dicho proyecto, dado el contexto político actual del país y de América Latina. En cuanto abordamos la segunda variable, aparece su conexión íntima con la primera, así como el entrecruzamiento de ambas: poner a los alzados en armas en posibilidad siquiera de reconsiderar su proyecto implica, en primer lugar, la existencia de condiciones democráticas y garantías de seguridad que posibilite el debate público y abierto de las ideas, en orden a demostrar la inviabilidad del proyecto armado y la posibilidad de que esas organizaciones puedan transformarse en movimientos o partidos políticos con garantías de acceder a los medios de comunicación y de actuar legalmente sin que sus miembros sean asesinados; en segundo lugar implica admitir y reconocer de que mientras la situación social del país mantenga en la marginalidad, el desempleo y la falta de oportunidades a buena parte de la juventud tanto del campo como de la ciudad, los proyectos armados tendrán asegurados el reclutamiento de seguidores, militantes y bases de apoyo, así como razones para justificar su existencia. Esta variable del problema actualiza no sólo el debate sobre la pertinencia y legitimidad de las políticas económicas neoliberales con que se ha venido conduciendo al país durante los últimos veinte años, sino también la necesidad inaplazable de un estatuto de la oposición y el establecimiento de reglas democráticas que regulen la actividad política y partidista en Colombia.
Medellín, agosto 13 de 2010.
En el aniversario de la muerte de Jaime Garzón.
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