martes, 20 de julio de 2010

Bonaparte-Uribe ha muerto, viva Bonaparte!

A propósito del régimen político de la seguridad democrática

Bonaparte-Uribe ha muerto, viva Bonaparte!

Por: Eduardo Nieto.


La decisión tomada por la Corte Constitucional de declarar la inexequibilidad de la Ley que autorizaba le celebración del referéndum reeleccionista, vino a constituirse en su momento en el hecho político más importante y significativo de la vida política del país desde el año 2002, cuando Alvaro Uribe fue electo Presidente de la República. Así lo percibió la opinión pública y buena parte de los analistas políticos, para quienes este hecho podría significar el fin de una era y el comienzo de otra en la reciente y turbulenta historia política de país.

Evaluar la solidez de tal percepción supondría confrontarla con interrogantes como el siguiente: ¿Será que el fallo de la Corte afecta sólo la pretensión que tenía el Presidente Uribe de perpetuarse en el poder, o el mismo entraña igualmente implicaciones para la continuidad del régimen político impuesto por la seguridad democrática y el orden republicano ratificado por la Constitución del 91? Tratar de responder este interrogante constituye justamente el desafío del presente artículo.

La política de seguridad democrática

Pocos alcanzaron a imaginar que la llegada de Alvaro Uribe a la Presidencia de la República en 2002 significaría algo más que un simple cambio de Gobierno. La política de Seguridad Democrática, anunciada entonces y ejecutada durante este período como la columna vertebral de su gestión, se encargaría sin embargo de ponernos frente a la evidencia trágica de que su presencia en el Gobierno había dado lugar a un cambio drástico del régimen político.

En efecto, tras su llegada al poder, Alvaro Uribe habría logrado convencer al conjunto de las élites empresariales del país, a casi todos los partidos y movimientos políticos, a las iglesias y a los medios de comunicación, de la necesidad de ensayar la búsqueda de una solución autoritaria y derechista al conflicto social y armado del país, a fin de restablecer el orden político como garantía de existencia y reproducción del sistema social todo. La situación política de entonces, marcada por la crisis en que habían caído las negociaciones de paz del Gobierno Pastrana con las Farc, así como la misma incapacidad institucional del Estado para hacerle frente a la ofensiva militar de las guerrillas y el clamor generalizado de la sociedad por la seguridad, favorecería ampliamente el apoyo masivo de la ciudadanía al proyecto gubernamental. Igual efecto obraría el cambio del contexto internacional, cuando el gobierno de los EEUU y sus aliados le impusieron al mundo entero la estrategia de guerra antiterrorista.

El contexto particular que hizo viable tal opción estuvo determinado por la necesidad sentida por las élites empresariales de establecer un clima social y político favorable y seguro para la inversión nacional y extranjera, puntal decisivo para avanzar en el encuadramiento de la economía nacional a las exigencias y requerimientos de la globalización neoliberal. Para lograrlo, el país estaba obligado a remover lo que entonces y en sentir del capital eran los factores de mayor perturbación extra económica para los negocios: una situación crónica de inseguridad ciudadana, combinada con altos niveles de conflictividad social, situación esta que aparecía ligada tanto a la presencia guerrillera en el territorio nacional, como a la existencia de importantes reductos sindicales con capacidad de resistencia en sectores claves de la economía.

Como salida autoritaria y de extrema derecha al conflicto interno del país, la política de seguridad democrática articularía una estrategia inspirada en el propósito de lograr en el corto plazo una derrota militar contundente de las guerrillas, combinando para ello la persecución militar sostenida a los alzados en armas y el hostigamiento permanente a sectores de la sociedad civil calificados por el Gobierno como aliados y voceros de aquellos, a quienes ha sindicado de terroristas. Acudiendo a un discurso simplificador y maniqueo, el Gobierno estima que lo que se vive en Colombia es una agresión terrorista que nada tiene que ver con un conflicto armado interno de raíces socioeconómicas y políticas.

Por sus alcances y contenidos, esta estrategia vendría a significar la clausura entre nosotros del ciclo de las soluciones negociadas y del reformismo socioeconómico y político como opción para buscar la paz con los alzados en armas, opción esta que parte de la premisa de que en la base del conflicto armado colombiano existen causas objetivas, relacionadas con la existencia de situaciones estructurales de pobreza, miseria y exclusión política.

Paradójicamente, la política de seguridad democrática articularía igualmente una estrategia de desmovilización e incorporación a la vida civil y política de los miembros de las organizaciones de autodefensa y paramilitares, cuyos pormenores fueron negociados y acordados entre el Gobierno y los voceros de las autodefensas en Santafé Ralito. El instrumento central de tal estrategia lo constituye la Ley de Justicia y Paz aprobada por el Congreso de República por iniciativa del Ejecutivo.

La norma contempla la ejecución de un programa intrascendente y de poco vuelo encaminado a reparar a los familiares de las víctimas de la guerra, ya que su cometido fundamental es el encubrimiento de una enorme operación de impunidad de los crímenes de guerra y delitos de lesa humanidad cometidos por los paramilitares, al tiempo que propicia la legitimación social y política del poder económico adquirido ilegalmente por éstos y otras mafias ligadas a economías ilícitas y gangsteriles. Con la mencionada ley, el Gobierno no sólo pretendió que los paramilitares se incorporaran a la vida legal amparados en la calidad de delincuentes políticos en su presunta condición de sediciosos, situación ésta que oportunamente la Corte Constitucional declaró inaceptable, sino que además consagró condenas irrisorias para aquellos que confesaran sus delitos ante los tribunales instituidos para procesarlos.

El país entero tiene pendiente aún hacer el balance de los resultados de la ejecución de la política de seguridad democrática. Por lo pronto, es claro que la derivación definitiva de la vida política del país hacia una opción autoritaria y de extrema derecha, como la representada por el Gobierno de Alvaro Uribe, tuvo en la izquierda y el movimiento sindical a buena parte de sus responsables. Ni los unos ni los otros se percataron a tiempo del proyecto que se fraguaba en las alturas, y tras el fracaso del Caguán siguieron actuando como si nada hubiera ocurrido, esclavos de la rutina política los unos, y del delirio del poder de las armas, los otros. El 7 de agosto de 2002, con las primeras de cambio, por fin cayeron en la cuenta de que en la Casa de Nariño se había instalado algo diferente a un nuevo Gobierno.

El régimen político de la seguridad democrática

La idea que se quiere poner de presente es que la ejecución de la política de seguridad democrática ha dado lugar a cambios drásticos en el régimen político colombiano. Al precisar tales cambios deberá tenerse en cuenta que cuando se habla de régimen político se está haciendo alusión específicamente a las actitudes prácticas asumidas por el gobierno en la ejecución de sus decisiones políticas, teniendo en cuenta que tal ejecución se hace en un contexto particular de correlación de fuerzas, factor este que es determinante en la configuración de los rasgos que identifican al régimen político.

En observancia de tal premisa debemos plantear entonces que la ejecución de la política de seguridad democrática, como divisa central del Gobierno de Alvaro Uribe, ha propiciado el afianzamiento de un régimen político autoritario de corte bonapartista, o lo que es lo mismo, de cesarismo burgués. Es propio de tales regímenes la prevalencia de la institución presidencial por encima de las demás instituciones del Estado, a las cuales subordina y somete. Es lo que se ha vivido en Colombia durante este Gobierno, cuando Bonaparte-Uribe en su calidad de Jefe del Estado ha concentrado el ejercicio del poder, personalizándolo y ejerciéndolo verticalmente, para lo cual no ha tenido reparos en saltarse o incluso desconocer las estructuras de los poderes regionales y locales legalmente constituidos, o alterar todo el sistema institucional de controles y contrapesos establecido por la Constitución Política como garantía del equilibrio del poder estatal.

Como Jefe del Estado, Bonaparte-Uribe comenzó sometiendo al Congreso de la República a los requerimientos de las decisiones políticas fundamentales del Poder Ejecutivo. En efecto, el Legislativo fue copado por las facciones que constituyen el partido del orden, esa amalgama de políticos uribistas de todos los colores, en su mayoría corruptos y comprometidos con paramilitares y mafias de todo tipo, con quienes el Presidente comparte designios políticos y a quienes disciplina por medio de la contratación pública y el reparto de la frondosa burocracia estatal y buena parte del presupuesto nacional. Otro tanto pretendió hacer con la administración de justicia. Pero en la medida en que la Rama Judicial tomó distancia de la pretensión del Ejecutivo de convertirla en cómplice y factor de legitimidad de un poder que se ha distinguido por articular y combinar habilidosamente legalidad con ilegalidad, ha tenido que soportar un prolongado sitio y el permanente asedio por parte del Presidente, quien se complace en desprestigiar públicamente sus decisiones y socavar su independencia haciendo uso para ello del poder constitucional de postulación de los aspirantes a la magistratura y a la Fiscalía General de la Nación.

Un rasgo fundamental del régimen político de la seguridad democrática ha sido la tentativa cierta y permanente de instaurar un Estado policíaco desde el Ejecutivo. No de otra manera podría interpretarse la creación de una red de informantes a sueldo al servicio del Gobierno, encargada de vigilar los movimientos de la oposición social y política. O el uso que desde la Presidencia de la República se ha hecho del DAS, al convertirlo igualmente en un organismo de espionaje y seguimiento a los opositores políticos, magistrados, disidentes y periodistas críticos del Gobierno. Desde los inicios de este Gobierno, el DAS ha actuado además en conexión directa con las organizaciones paramilitares y de autodefensa, a quienes surte y provee de información sobre actores y protagonistas del conflicto social, político y armado del país.

El régimen político de la seguridad democrática ha sido además factor decisivo para que la lumpen burguesía, vale decir, ese sector de la burguesía nacida al amparo de formas ilegales de acumulación originaria de capital, haya hecho tránsito definitivo a las formas institucionalizadas de la sociedad, la economía y el Estado. En este proceso, aparentando estar por encima de las clases y sectores de clases en conflicto, Bonaparte-Uribe ha oficiado de facilitador o amigable componedor entre las fracciones lícitas del capital y las fracciones del capital mafioso, por un lado, y el resto de la sociedad y la comunidad internacional, por otro. De alguna manera actuaba en reconocimiento de una vieja deuda: la presencia del poder mafioso y paramilitar en las estructuras sociales, económicas y políticas de la sociedad colombiana ha sido determinante en la contención del poder militar de las guerrillas y la reducción de la resistencia social y política al régimen, aunque por ello el país haya tenido que pagar un alto costo en materia de derechos humanos y democracia social y política.

Con todo, no podrá incurrirse en la inexactitud teórica y el error político de calificar a este régimen como una dictadura fascista o populista de derecha, como es propio hacerlo desde la tradición estalinista, o desde la academia por algunos profesores despistados. Aunque el régimen de Bonaparte-Uribe haya recurrido con no poca frecuencia a medios y prácticas que son propios de aquellos regímenes, no puede por ello perderse de vista la pervivencia aún del Estado liberal de derecho y de sus instituciones centrales. La continuidad de su existencia, en medio de tanta barbarie y tropel, está directamente relacionada con su vigencia política, la que a su vez se explica por el rol que aún juega como factor de conservación y reproducción del sistema, con capacidad institucional todavía de tramitar desafíos como el conflicto armado interno y el incremento de la lucha de clases, a pesar del gusto y la propensión de Bonaparte-Uribe por las formas autoritarias y grotescas de ejercer el dominio. Las élites en Colombia perciben que el grado de escalamiento de tales conflictos no les impide seguir gobernando bajo la forma republicana del Estado liberal de derecho. Curiosamente, la vigencia política del Estado liberal de derecho es precisamente lo que le ha permitido a Bonaparte-Uribe consensuar entre las élites su política de seguridad democrática y legitimarla ante el resto de la sociedad y la comunidad internacional.

Lo anterior no significa sin embargo que la radicalización del régimen político de la seguridad democrática no pueda llegar a poner en entredicho la existencia y continuidad del Estado liberal de derecho. De hecho es lo que ha ocurrido cuando desde el Ejecutivo se ha pretendido imponer un Estado policíaco, o cuando el Gobierno acude a procedimientos por fuera de la legalidad para conducirse en la guerra contra los alzados en armas o para castigar y reducir a la oposición; o cuando incluso pretende la complicidad de los otros órganos del Estado, violando abiertamente la autonomía e independencia de éstos. Tales eventos son lo suficientemente ilustrativos de lo que se ha vivido en Colombia durante el Gobierno de Uribe: una tensión permanente entre el Poder Ejecutivo y el resto de los órganos que constituyen el poder público; o lo que es lo mismo, un régimen bonapartista de derecha pretendiendo devorarse la forma republicana del Estado de derecho consagrada por la Constitución Política. La más reciente y letal avanzadilla de Bonaparte-Uribe en esta dirección fue su pretensión de hacerse reelegir Presidente por tercera vez consecutiva, a través de un referéndum plebiscitario tramitado en forma fraudulenta por los parlamentarios del partido del orden.

Referéndum y régimen político

La Ley de referéndum no pasó el control de constitucionalidad y fue declarada inexequible por la Corte Constitucional. La Corte falló en derecho ciertamente, pero su decisión entraña un enorme significado político. Es posible que en su pronunciamiento hayan calado factores de diversa naturaleza: el clamor de buena parte de la opinión pública y de algunos medios de comunicación nacionales y extranjeros, que por diversas razones eran contrarios a esa iniciativa; el sentir de parte del empresariado colombiano, para quien la continuidad del Presidente significaría un empeoramiento mayor del ambiente de los negocios; así como la experiencia misma de los magistrados de la Corte, a quienes les había tocado padecer en carne propia los embates del Ejecutivo contra los miembros de la Rama Judicial. En estos asuntos, nunca estará demás evocar a Ferdinand Lasalle, para quien los problemas constitucionales no son, primariamente, problemas de derecho, sino de poder.

Se trata entonces de dimensionar el alcance político de la decisión de la Corte. Es decir, respondernos la pregunta sobre las implicaciones que tal decisión pueda tener para la permanencia o continuidad del régimen político de la seguridad democrática. Lo primero que debemos registrar a este respecto es que, con la caída del referéndum, Bonaparte-Uribe terminó perdiendo el pulso que había sostenido largamente con la Rama Judicial. En el contexto de ese conflicto entre poderes, el Presidente fue derrotado, y la Corte, al fallar en contra de Uribe no solo salvó la integridad de Constitución Política y el orden republicano sino que al mismo tiempo vindicó al conjunto de la Rama Judicial.

¿Implica lo anterior el fin del régimen político de la seguridad democrática? Implica que el Presidente Alvaro Uribe no podrá aspirar a ser elegido para un nuevo período, pero no implica necesariamente la salida definitiva de Bonaparte del escenario político nacional, pues su alma penará hasta que su consuma su reencarnación o hasta que algo o alguien la conjure definitivamente. Por lo pronto, el fallo de la Corte sencillamente ha puesto a salvo la forma republicana del Estado liberal de derecho, tras sopesar que un tercer período de Bonaparte-Uribe pondría en entredicho la arquitectura institucional del Estado consagrada por el constituyente del 91, sin que ello venga a significar ipso facto el desmonte del conjunto de instrumentos jurídicos y políticos que constituyen la trama de la política de seguridad democrática.

Los términos en que se dio el debate electoral por la Presidencia de la República presagiaba que el alma de Bonaparte terminaría reencarnándose el 20 de junio, como en efecto ha ocurrido. Formalizado el hecho, el país le ha dado la bienvenida al elegido, gritando casi al unísono: Bonaparte-Uribe ha muerto, viva Bonaparte!

Ostentando otros modales, Juan Manuel Santos ciertamente se ha comprometido en darle continuidad al proyecto de la seguridad democrática, consensuándolo sobre la base de la observancia de la ley y la Constitución, para lo cual ha convocado a todos los sectores políticos y sociales a conformar un Gobierno de Unidad Nacional. Sin embargo, aún está por verse si este anuncio constituye un punto de inflexión en la dinámica del régimen político de la seguridad democrática heredado de Bonaparte-Uribe, con lo cual el nuevo Presidente estaría marcando una pauta de autonomía frente a su antecesor, o si simplemente estamos frente a una maniobra política de corto vuelo conducente a ganar y consolidar gobernabilidad política, con lo que el electo Presidente no haría sino confirmar su condición de servil ejecutor del uribismo, como muchos lo creen de él.

No hay comentarios:

Publicar un comentario